No Más Cajitas de Sorpresas
Guillermo Tolosa
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Las empresas públicas han sido fuente de titulares negativos demasiadas veces, escalando hasta ribetes verdaderamente tragicómicos en los últimos tiempos. Es tiempo de atacar los problemas de raíz modificando la forma en que éstas se gobiernan.
Según datos del Banco Mundial, Uruguay tiene el noveno diesel y la onceava nafta más cara de entre 180 países relevados. Casi todos los países que están por encima nuestro tienen mayores impuestos a la venta de combustibles. Pero a pesar de estos precios altos, la empresa que nos vende esa nafta se las ha arreglado para, durante varios períodos, incurrir en siderales pérdidas que, de una forma u otra, redundan en un mayor costo para el ciudadano a través de más impuestos. En algunas otras empresas públicas del Uruguay, la situación en materia de eficiencia no es mucho mejor.
¿Cómo terminamos aquí? Ha sido un largo camino a lo largo de décadas y bajo administraciones de partidos políticos de diferente orientación, en el cual hemos sufrido a menudo gestiones de gerentes y directores carentes de condiciones necesarias para los cargos, y/o con más intenciones de perseguir objetivos políticos de corto plazo que de velar por la efectividad, eficiencia, y salud financiera de estas empresas.
A pesar de la alarmante realidad, no parece haber mucha energía ni propuestas que provengan desde ninguna parte del espectro político, que se centren en atacar este problema denominado técnicamente como la “gobernanza corporativa de empresas públicas”. El tema ha atraído creciente atención a nivel mundial, conforme los viejos debates en torno a la privatización se han ido diluyendo. En esencia, no es un tema particularmente novedoso: en “La República”, Platón ya alertaba sobre la importancia de la división de tareas entre ciudadanos de acuerdo a su especialización para asegurar una sociedad justa.
De hecho, varios países ya han implementado importantes reformas en este sentido. Colombia, por ejemplo, está haciendo un esfuerzo particularmente destacable en el marco de reformas acordadas con la OCDE para asegurar su ingreso a dicha organización. En los últimos años, en mi carácter de representante del FMI en varios países de Europa del Este, me tocó estar involucrado en programas de mejora de la gobernanza corporativa de las empresas públicas. Se trata de un cambio radical de enfoque para una entidad que antes era el principal propulsor de privatizaciones en este tipo de programas. Este tema, dada su enorme trascendencia en las cuentas fiscales y en la competitividad, solía absorber más energía en nuestro día a día que otros temas tradicionalmente centrales para el Fondo, como la política fiscal o la monetaria.
Un aspecto positivo de nuestra lentitud para introducir cambios como país, es que nos deja en la privilegiada situación de poder aprender del proceso de otros que lo hicieron antes que nosotros. Existen varios reportes (como los de la OCDE, o el Banco Mundial, o el CAF) que compilan recomendaciones en base a las experiencias adquiridas hasta el momento.
Una piedra angular en dichas reformas es poner en funcionamiento procesos estructurados y transparentes en cuanto a la selección de los candidatos a integrar el directorio de las empresas públicas y, muy especialmente, para la gerencia de éstas. Estos procesos deben estar basados en el mérito e incluir políticas y pautas claras en cuanto a calificaciones requeridas, incluyendo por ejemplo tener un título profesional relevante para desempeñarse en la empresa y tener experiencia en el sector privado dentro de la industria correspondiente, o al menos en una actividad relacionada a ella. Ese proceso tiene muchas veces como protagonista un agente externo al sistema político. Por ejemplo, en el caso de Rumania fueron involucradas empresas reclutadoras de personal en los procesos de selección. En otros países como India, se ha venido intentando emular la experiencia de países desarrollados en los que un panel de expertos externo es parte integral del proceso de nombramiento de los miembros del directorio.
Otros elementos claves, tienen que ver con dar lugar a directores independientes que traigan otras perspectivas distintas y sean menos pasibles de ser influenciados por objetivos que chocan con los intereses de dichas empresas. Esto también involucra una clara demarcación de roles en la que el Directorio no ejecutivo se limite a establecer lineamientos estratégicos sin asumir roles de gerencia. Todo esto implica también un fortalecimiento y un desarrollo del ecosistema institucional de control de la gestión, incluyendo en particular un rol mas gravitante del Parlamento dentro de ese control. Por último, requieren de una mayor transparencia en la gestión para que pueda haber más escrutinio sobre el desempeño de los ejecutivos desde la sociedad. En este sentido, la emisión de paquetes de acciones (minoritarios, si el Estado no quiere perder el control) o de bonos suele ayudar, al demandar exigentes normas que favorecen la transparencia.
Incluye necesariamente además organismos reguladores fuertes técnicamente e independientes políticamente, que sean encargados de fijar tarifas (en detrimento de los ministerios). Es clave que en dicha función no valide tarifas que reflejan una estructura de costos crecientemente ineficiente; o en su defecto, tarifas que estén ubicadas muy por encima de sus costos por tener fines fiscalistas que representan impuestos implícitos no aprobados por el Parlamento.
Nutriéndonos de la experiencia internacional debemos construir una solución a la uruguaya y respetando nuestra Constitución. Pero necesitamos una solución de raíz. No alcanza con parches, arranques aislados de sensatez en la designación de los oficiales, o aflojes temporarios a la injerencia política, o evitar el nepotismo. Una solución, a través de una nueva normativa que cambie la trayectoria de forma sostenible con respecto al profesionalismo (o falta dé) con el que muchas veces estas empresas se han manejado. Una norma que no necesariamente prevenga un rol social de las empresas públicas en aspectos puntuales, pero que se de en el marco de objetivos que deben ser transparentemente presupuestados y, por los cuales, las empresas deben ser compensadas. En definitiva, lo que necesitamos es una norma de empresas públicas que demuestre ser el complemento necesario que le faltaba a aquella valiente decisión de los uruguayos de no privatizar las empresas públicas, votada el 13 de diciembre de 1992.
Dada la amarga evidencia existente a nivel local y los progresos ya sucedidos en otras partes del mundo en este sentido, es hora de que la clase política actúe y responda a este desafío clave. Pero desde la sociedad civil, los uruguayos no deberíamos seguir esperando de forma pasiva, o creer que votar una u otra lista va a cambiar la situación. Una reforma de este tipo perjudica intereses políticos, ya que frena el usufructo de las empresas públicas como instrumento de devolución de favores políticos o plataforma de lanzamiento de candidatos.
El reciente episodio de las tarjetas corporativas es un potente recordatorio del vigor y la energía de la sociedad civil uruguaya y la importancia de su presión para inducir cambios. Es gracias a esa fuerza que a fin de cuentas estamos entre los 23 paises con menos corrupción del mundo (una posición casi tan privilegiada como la que nuestra selección de fútbol tiene en el ranking de FIFA). Debemos denunciar esta problemática con la misma energía y vigor que como se ha hecho con los casos de corrupción. La impericia y el cortoplacismo aplicado al manejo de una de las funciones más importantes del Estado es muy costosa para la sociedad y, por lo tanto, muy indignante.